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Número  43 

ESPECIAL OTOÑO 2003

lunes, 06 de octubre de 2003

Celebramos los 125 años de presencia en el Monasterio de Yuso de San Millán

 

 

IN MEMORIAM

Manolo Acarreta

religioso y educador

 

Santiago Riesco

MADRID


Sólo tenía 32 años. El pasado 16 de agosto fallecía en Fitero (Navarra) el joven agustino recoleto Manuel Acarreta Rupérez. Desde los 18 años residía en Salamanca, donde cursó sus estudios de teología, fue ordenado sacerdote, y cumplía la misión de educar a los jóvenes y adolescentes que estaban bajo su responsabilidad en el internado del colegio Santo Tomás de Villanueva. 

Manolo iba todos los años a recoger las peras a su pueblo, Fitero, en la ribera del Ebro. Dedicaba parte de sus vacaciones, desde que era niño, a echar una mano en las labores del campo. Allí resucitó, acompañado de su padre Manuel y de su madre Carmen. A todos nos sorprendió su partida. Él, que siempre llegaba a cada uno de sus compromisos apurando las agujas del reloj. Él, que había dejado de fumar y que seguía haciendo deporte un par de veces por semana. El joven director del internado de los agustinos recoletos, el amigo de pelo rebelde y corazón inmenso. Y se fue cerrando la puerta despacio, durmiendo, dejándonos una gran interrogación, como queriendo adelantarse por una vez para indicarnos el verdadero camino de la vida.

 

Manolo no se guardó nada mientras estuvo entre nosotros. Su voz era oración en la liturgia y alegría en la fiesta. Sabía cantar y lo hacía con gusto para que los demás disfrutásemos de ese don. Tocaba la guitarra, el órgano, la bandurria..., no escatimaba una nota con tal de crear un clima de hermandad. En el deporte siempre destacó. Era un magnífico centrocampista con vocación ofensiva, que dirían los periodistas deportivos. Siempre fiel a su "pobre Osasuna", el equipo de su tierra, aunque tras catorce años en Salamanca también se alegraba con los triunfos de la "Unión". Manolo era buen músico, un gran deportista y un fenómeno en los estudios. Estaba especialmente dotado para las matemáticas y la física, pero también sobresalía en el resto de las materias.

 

Los que tuvimos la suerte de compartir nuestra vida con él siempre le recordaremos por sus tics, por sus dejes, por sus manías. Esas frases que repetíamos con él riéndonos a carcajada limpia. Esos momentos de fiesta de los que tanto disfrutaba compartiendo con hermanos de comunidad y amigos. Su disposición y servicialidad, sus arranques, su pasión en cada uno de los proyectos que acometía. Manolo no se perdía la boda de ninguno de sus amigos, estaba presente en cada uno de los momentos importantes de la vida de los que le rodeaban. Tenía una palabra de paz y sosiego para el atribulado, y siempre guardaba una anécdota simpática en la manga para alegrarle el día a cualquiera.

 

Los chicos a los que dedicaba su vida acudían a su despacho en busca de orientación. Era un padre con todas las letras, un hermano mayor, un amigo. El espejo en el que se miraban los adolescentes y jóvenes. Porque Manolo estaba convencido de la necesidad y la importancia de la educación. Desde que recibió la ordenación sacerdotal ayudó en la atención de las capellanías de dos comunidades de religiosas. Las Teresianas y las "Azules" (Hijas de María Madre de la Iglesia) contaban con su atención espiritual todos las semanas. Un tiempo que le robaba a sus chicos para hacer presente a Dios en las eucaristías que celebraba, consciente de su papel al servicio de los hermanos.

 

Manolo era un hombre auténtico, directo, noble, artista, leal, de los buenos. Un religioso que aportaba lo mejor de sí para hacer comunidad, un sacerdote que no hablaba de lo que decían los libros, de lo que había aprendido en sus años de universidad. Manolo había vivido al límite. Su experiencia personal, su encuentro con Jesús de Nazaret, su conversión definitiva le convertían en un ser de fuerte personalidad. Manolo, como san Agustín, había buscado inquieto la felicidad. Y la encontró tras mucho peregrinar. Las oraciones de su madre, Carmen, algo tuvieron que ver. Al final, el que menos se pensaba que iba a perseverar, ha sido fiel hasta el final.

 

Estamos seguros de que ha resucitado, de que se le habrá escapado algún juramento piadoso al encontrarse con el Padre, de que sigue acompañándonos desde un lugar privilegiado, de que está preparándonos un buen sitio mientras canta jotas navarras y salmos inspirados. Manolo está vivo y nos ha dejado un interrogante tatuado en el pecho, una pregunta que sólo tiene respuesta en su vida. Tan corta. Tan llena. Un alarde de generosidad vivido a cada instante con la velocidad que tanto le apasionaba, con la paz interior que a todos contagiaba. Gracias por tu ejemplo. Gracias por espabilar nuestra fe dormida. Gracias por tu vida.

 

 


 

 

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